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A las siete de la mañana del 2 de mayo[1], las calles de Madri | George Orwell 67

A las siete de la mañana del 2 de mayo[1], las calles de Madrid, la ciudad que ya entonces se despertaba la primera en España, eran testigo de cómo sus habitantes habían comenzado a afanarse en la búsqueda del pan cotidiano.  Ante el palacio real apareció un hombre del pueblo que comenzó a gritar que los franceses querían llevarse a “todas las personas reales”.  Los gritos atrajeron inmediatamente a una muchedumbre que, bajo las ventanas de palacio, comenzó a gritar “mueras” a los franceses y a exigir que no salieran los infantes.  Fue entonces cuando se abrió uno de los balcones y apareció un gentilhombre de palacio que los llamó a las armas para evitar que se llevaran al infante.
      La reunión de un número creciente de personas ante palacio, los gritos, los vítores, el ruido en suma a tan temprana hora de la mañana llamaron la atención del mariscal Murat que se alojaba en el palacio de doña María de Aragón.  Inquieto ante la posibilidad de alguna manifestación anti-francesa, envió a palacio a Auguste Lagrange, uno de sus edecanes.   De manera fulminante, el mariscal ordenó el envío de tropas que llevaran a cabo el oportuno escarmiento.  Escarmiento, que no simple intento de intimidación para volver a implantar el orden. 
       El batallón de granaderos de la guardia imperial hizo acto de presencia en la explanada de palacio con dos piezas del 24 y, nada más llegar, sin decir palabra alguna, disparó una descarga alta de fusilería, seguida de otra baja de metralla, sobre la muchedumbre.  Causaron así – entre muertos y heridos – una docena de víctimas.  Mientras los infantes y los ministros se refugiaban tras los muros del palacio real, los granaderos franceses tomaron posiciones y siguieron ametrallando a los civiles que se aprestaron a defenderse. 
      La diferencia de medios entre los invasores y los españoles resultaba abismal.  Los primeros no contaban, a la sazón, más que con unos cuantos regimientos de infantería que reunían a unos cinco mil hombres en su conjunto y que además estaban acantonados no en la misma capital sino en el exterior.  Frente a ellos, los franceses disponían de más de cincuenta mil.  Por añadidura, esas fuerzas se hallaban situadas en la misma capital en un conjunto de acantonamientos magníficamente escogidos.  Para colmo, ni siquiera todos los soldados españoles estaban dispuestos a sumarse al alzamiento.  Desde hacía meses, se había insistido en que los franceses eran aliados y que, por supuesto, resultaba intolerable cualquier acto agresivo dirigido contra ellos. 
     La respuesta francesa resultó verdaderamente fulminante en respuesta a los correos enviados por Murat a través de los enlaces.  Madrid quedó ocupado por no menos de treinta mil soldados franceses, bien equipados y sujetos a un mando experimentado.  Mientras la mayoría de los militares españoles se encerraba en los cuarteles obedeciendo órdenes, el pueblo llano reaccionó de una manera muy diferente.  Los ejemplos de resistencia popular no resultaron, desde luego, escasos. 
     Entre las tropas que se dirigieron a aplastar aquella resistencia se encontraba lo más granado del ejército imperial.  Junto a los famosos mamelucos que Napoleón había reclutado en Egipto, se hallaban los escuadrones de la Guardia imperial mandados por Dumesmil que había ordenado seguir avanzando hacia la Puerta del Sol.  En el popular enclave madrileño se agolpaba una multitud de civiles mal armados sobre los que lanzó Dumesmil a los mamelucos.
     Sin dejar de combatir, los españoles intentaron retirarse hacia las calles que desembocaban en la Puerta del Sol, pero allí los estaban esperando los hombres enviados por Murat.  Cuando se extinguió la resistencia, los muertos españoles superaban holgadamente el millar.