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       Mientras sucedía todo esto, los altos mandos militares, | George Orwell 67

       Mientras sucedía todo esto, los altos mandos militares, más cercanos a sus superiores civiles que al pueblo, no estaban dispuestos a malquistarse con los franceses.  El 3 de mayo, el general José Navarro Falcón envió al capitán general de Madrid, Javier Negrete, un informe de lo acontecido.  La versión oficial era que la culpa de todo lo sucedido la tenían los paisanos que se habían apoderado del Parque y alzado contra los aliados franceses. 
      El 4 de mayo, cuando aún estaban calientes los cadáveres de centenares de fusilados por las tropas francesas, los jefes y oficiales del ejército español decidieron rendir homenaje a Murat.  Los hechos quedaron reflejados en la Gaceta de Madrid del 6 de mayo de manera elocuente.  Se señalaba así que “todos los oficiales generales y toda la oficialidad de la tropa de la Casa Real y de la guarnición de esta corte han tenido la honra de presentarse a S.A.I y R. (Murat) para reiterarle la oferta de sus servicios”.   Murat, por supuesto, aprovechó el acto, según la citada fuente, para razonar con “estos buenos y valerosos españoles acerca de los recíprocos intereses de Francia y España, de la libertad de los mares y del influjo que debíamos tener en las transacciones políticas del continente”.  
      La conclusión de la reunión de Murat con los jefes militares constituyó una verdadera declaración de principios:  “Todos han accedido con respeto y ardor a tan juiciosas reflexiones, manifestadas con energía”.  La capitulación de los altos mandos militares era obvia.  
       El día 4 de mayo, en claro paralelo con el comportamiento de las autoridades militares, la Junta Suprema de Gobierno celebró una reunión a la que admitió a Murat que consiguió que lo nombraran presidente.  El paso era importante y, sin embargo, innecesario.  Ese mismo 4 de mayo, Fernando VII devolvió, por escrito y en Bayona, la corona a su padre Carlos IV.  El viejo Borbón se apresuró entonces a escribir antes de que acabara el día a Murat nombrándolo su lugarteniente general del reino con la autoridad emanada de ese cargo.  De manera bien significativa, el monarca se dirigía al invasor como “Mi señor hermano” y concluía con un “suplicándoos, oh príncipe, tengáis a bien… aceptar este nombramiento que dará la tranquilidad a mi alma”. 
      A aquella traición vergonzosa se sumó también la iglesia católica.  El 2 de mayo, algunos miembros del clero bajo habían acogido a los heridos brindándoles refugio en sus templos, pero ni participaron en la lucha ni alentaron a nadie a entrar en ella.  A la semi-pasividad contra los patriotas se sumó en unas horas una abierta agresividad.  Así, la Inquisición condenó el 6 de mayo la resistencia contra los franceses, seguramente convencida de que los invasores no la atacarían.  Finalmente, el alto clero se opuso formalmente a aquel recurso a la violencia.  El obispo de Guadix, por ejemplo, anatematizó “la horrenda y monstruosa deformidad del tumulto, sedición o alboroto del ciego y necio vulgo”.       
Se mirara como se mirara, todas las autoridades españolas, todos los poderes fácticos del Antiguo Régimen, se habían rendido ante Napoleón.  Poco puede sorprender que Napoleón considerara zanjado el problema español y que se dispusiera a dar los últimos pasos para que su hermano José acudiera a Madrid a ceñirse la corona cedida por los Borbones y no defendida por aquellos que debían haberlo hecho.  El ejército, la nobleza, la iglesia católica y la monarquía habían dejado de manifiesto lo que podían dar de si mientras el pueblo derramaba su sangre combatiendo contra los invasores.  Sería ese sacrificio – pero también el temor a perder sus privilegios – lo que, poco a poco y no siempre, las llevaría a cambiar de actitud.  
CONTINUARÁ